De igual a igual

La amistad como eje de la relación con Dios es uno de los puntos alrededor del cual giran los textos evangélicos de estos días. Jesús deja muy claro que el tipo de relación que desea con los hombres y las mujeres es una relación de amigos, un tú a tú totalmente revolucionario a tenor de los planteamientos que hacían las otras religiones de la época y las de siglos posteriores. Una relación de igual a igual que no se entiende si no hay de por medio un profundo amor y respeto. Porque, evidentemente, Dios, Jesús mismo, no es como los hombres, no puede serlo, pero comparte con nosotros una misma esencia, no en vano somos sus hijos, somos su creación. Un hijo nunca será como su padre pero tendrán en común aspectos esenciales y vitales que siempre favorecerán el aprecio mutuo y la comprensión. Es lo que nos remarca Jesús. No nos habla como siervos, nos habla como amigos. Y eso implica una complicidad que hace añicos la concepción de la divinidad que tenían paganos y judíos tradicionales. Jesús nos situa en otro estadio. Es ahí, desde esa amistad, que el Señor nos da a conocer sus mandamientos, principalmente su gran mandamiento: amaos los unos a los otros como yo os he amado. Un amor sin paliativos en el que dar la vida por un amigo es el súmmum de toda entrega. Es lo que hace Jesús por nosotros y es lo que espera que hagamos por los demás. Morir por alguién es, también, enterrar nuestros prejuicios, nuestros menosprecios, nuestros egoísmos y dar al otro nuestra mejor versión, la que está presidida por la comprensión, la paciencia, la amabilidad, la alegría. Jesús es exigente, pero sabe que podemos aspirar a lo más alto y nos muestra el camino. Por eso, cuando nos ofrece su amistad también nos pide que cumplamos sus enseñanzas, que las guardemos, es decir, que las tengamos siempre presentes y las convirtamos en el norte de nuestras actuaciones. Una meta nada fácil pero sí posible y, sobre todo, garante de nuestra felicidad plena.
Comentario a Juan 15, 12-17

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