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Si hay una parábola que sintetiza magistralmente el núcleo del mensaje de Jesús, esa es la parábola del hijo pródigo. En ella nos ofrece la imagen exacta que de Dios quiere que tengamos. Un Dios que es como un padre, un padre justo, recto, pero también generoso, flexible y comprensivo con los errores de sus hijos. Un padre, en definitiva, que perdona y celebra el retorno del hijo al que daba por perdido. Jesús también retrata magistralmente a los diferentes personajes de la historia: el hijo pequeño, joven y alocado, con ganas de disfrutar la vida desbordando todos los límites; el hijo mayor, más sosegado y conservador, responsable y cumplidor, como corresponde al heredero de un linaje que tiene que perdurar. Unos criados que obedecen sin preguntar, que matan el ternero y lo cocinan, que cantan y bailan con el recién llegado. La alegría parece no ser plena al reaccionar el hijo mayor de una forma en cierta manera comprensible: ¿mi hermano, que es un golfo, se lleva lo mejor que tenemos? No entiende la generosidad de su progenitor en gran medida porque no ha experimentado nunca la paternidad. Por eso no es capaz aún de calibrar la inmensa alegría que significa recuperar a un hijo. Como colofón, las palabras serenas y amorosas del padre derriban, a buen seguro, los recelos del heredero; y a todos nosotros nos dicen cómo nos recibirá Dios si reconsideramos nuestros pecados y pedimos perdón de corazón. Desde luego, hay motivos para celebrarlo. Y mucho.
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