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En los meses de verano la visita de turistas a la ciudad de Roma y, por ende, al Vaticano, se dispara. Todas estas personas venidas de los rincones más dispares del mundo pueden admirar la basílica de San Pedro, la Capilla Sixtina, los Museos Vaticanos, la Piedad de Miguel Ángel, los templos de San Juan de Letrán y San Pablo Extramuros... Arte en estado puro, pero también riqueza, y mucha, reflejo de una época en que el Papado disfrutaba de un gran poder económico, político y social. Dicha ostentación de riqueza es criticada por muchos, que alegan, no sin cierta razón, estar alejada del mensaje de Jesús. Llegados a este punto, cabe preguntarse: ¿qué hacer con todo esto? ¿Debería la Iglesia vender estos tesoros artísticos y emplear los inmensos beneficios que se obtendrían en ayudar a los más necesitados? Pensando a corto plazo se podría responder que sí, pero analizándolo fríamente, nos encontraríamos que estas riquezas pasarían a manos privadas y quién sabe cómo dispondrían de ellas. Lo cierto es que la Iglesia católica ya gestiona todo este patrimonio de manera que con los réditos se pagan a los miles de trabajadores que cuidan de él, amén de procurar unos ingresos fijos que se revierten en multitud de obras de caridad. Librarse de estas obras de arte y monumentos no sería lo más sensato. Lo mejor, lo más provechoso para todos, es que la Iglesia católica siga compartiendo con el mundo las obras de arte del Vaticano. Y además con ellas creyentes y no creyentes tienen una puerta abierta a la grandeza del misterio cristiano que la sensibilidad artística ayuda también a despertar
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