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La confesión es uno de los rasgos más distintivos de la fe católica. Ninguna otra religión dispone de algo parecido, tan extraordinario y, a la vez, tan profundamente humano. Se trata de un sacramento, es decir, del signo visible de un efecto espiritual que Dios obra en las almas de las personas. Y dicho efecto, en este caso, es el de perdonar los pecados, las faltas, de aquellos que se confiesan. Un perdón que llega a través del sacerdote, capacitado para ello por el poder que dió Jesús a la Iglesia, concretamente cuando le dijo a San Pedro que aquello que perdonara en la Tierra sería perdonado en el Cielo. No es fácil para personas ajenas al catolicismo comprender la trascendencia de la confesión y los grandes beneficios que proporciona a aquellos que la reciben. Después de confesarse, el penitente (así se llama el que se arrepiente de sus pecados y los explica al confesor) experimenta una alegría honda, una paz completa, un gozo contagioso. El contador de nuestra vida se pone a cero por la gracia de Dios y la persona perdonada recobra las ganas de vivir y de hacer el bien. ¡Cuántas cosas cambiarían en el mundo si la confesión fuera más habitual entre nosotros! Es lógico que muchas personas sientan reparo a explicar a otro hombre sus debilidades. Pero el sacerdote no es más que un padre bondadoso que escucha y reconforta, al mismo tiempo que aconseja. Y finalmente, absuelve, eso es, perdona. No hay en la tierra tribunal más magnánimo que el de la confesión. Los hermanos protestantes estoy seguro de que si algún día experimentasen la dicha del perdón en la confesión, no dudarían en dejar atrás viejas rencillas y volverían a unirse con gozo al rebaño de Pedro. Recemos para que así sea.
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