María, siempre ahí

Las bodas de Caná es uno de los momentos más alegres y optimistas del Nuevo Testamento, ya que es un episodio de fiesta, de declarada humanidad por parte de los novios, de los invitados, por parte de María y por parte de Jesús. Humanidad bendecida con la generosidad de Dios, que a través de la inesperada actuación de su Hijo transforma lo ordinario en extraordinario, el vino corriente en cosecha selecta. Hace poco que Jesús ha empezado su singladura por los campos y pueblos de la Galilea de su infancia. Todo transcurre con normalidad hasta que el vino se acaba. Delicada situación para los recién casados, que pueden hacer el ridículo. María se da cuenta y, acostumbrada a resolver los asuntos domésticos, advierte a Jesús de lo que pasa. Nuestro Señor, sin embargo, se desentiende, alega que aún no le ha llegado la hora de hacer grandes signos. Pero su madre, que lo ha criado y lo conoce bien, sigue adelante y ordena a los criados que hagan lo que su hijo les diga. Y Jesús lo hace, y las tinajas se llenan de vino del mejor para sorpresa del maître, que diríamos ahora. La complicidad entre Jesús y su madre es muy grande, por lo que vemos. Tanto, que ella no teme contradecirle, porque sabe que lo hace por una buena causa. Y el Señor cede, porque es humano, y hace el milagro, porque es Dios, pero es un milagro marcado por la discreción: solo madre, hijo y criados están al corriente. Así son las cosas de María, teñidas siempre de discreción, bondad, fortaleza, humildad... Por eso dicen que es nuestra abogada, nuestra intercesora, títulos éstos ya tradicionales pero cargados de significado. No dudemos en dirigirnos a la Virgen María con nuestros pensamientos, nuestras preocupaciones, nuestras oraciones. Ella es una puerta segura a Jesús, que siempre la escucha.

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