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Jesús nos expone en esta párabola o cuento breve con moraleja, una enseñanza que no es nueva en su discurso. Ya ha aparecido en otros momentos en los evangelios y ya la hemos comentado en este sitio, pero no está de más insistir en ella pues es de vital importancia: para llegar al Reino de los Cielos, a Dios, hay que ser, en primer lugar, humilde. Humilde es aquel que no se da aires de grandeza, que no se cree importante frente los demás, ni alardea de nada. Eso no significa que tengamos que menospreciarnos a nosotros mismos, infravalorarnos, no. Ser humilde no es sinónimo de humillarse. Se trata de ser conscientes del valor de uno mismo y, como nadie es más que nadie a los ojos del Creador, la humildad es la actitud o virtud que más no acerca a Él. Comprobadlo vosotros mismos. Siendo humildes, la alegría surge con espontaneidad y fuerza de nuestro corazón. Y al contrario, si somos soberbios y orgullosos, la dureza de nuestra corazón impide a la verdadera alegría anidar en él y nos otorga una satisfacción breve y superficial. Jesús bien lo sabe y a través de esta imagen de los invitados a la boda y de los sitios que en ella ocupan, muestra claramente cuál es la actitud que debemos tomar y qué consecuencias tiene. La humildad, como vemos, siempre va acompañada de la justicia porque al final, todo se pone en su sitio. Como también dice Nuestro Señor cuando afirma que "los últimos serán los primeros". Por tanto, ya lo sabemos, en una boda, mejor sentarnos en los últimos bancos que ya llegará el momento de ir hacia adelante.
Comentario a Lucas 14, 1.7-11
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