Al suelo con los tenderetes
La escena de Jesús tirando los tenderetes al suelo siempre nos ha impresionado, más que nada por el hecho de verlo enfurecido y, por decirlo de alguna manera, violento, un comportamiento poco habitual en él. Pero su indignación ante tanta sirvengüenzería tenía justificación: en el templo de Dios los asuntos comerciales habían adquirido un peso que desvirtuaba la verdadera finalidad del lugar, la oración. Esta situación parece haberse repetido a lo largo de los siglos de una u otra forma: la tendencia natural del ser humano al comercio, a la búsqueda de beneficios con las transacciones económicas, es tan fuerte que a veces no sabe respetar ningún límite o circunstancia, ya lo dijo el poeta Quevedo con aquello de "Poderoso señor es Don Dinero". Y el trabajo de la Iglesia católica ha sido, no pocas veces, tratar de eliminar estos abusos en su seno. Unas veces porque algunas órdenes religiosas (léase los benedictinos) hacían acopio de riqueza en sus monasterios hasta el punto de que la reforma cisterciense buscó recobrar la austeridad de las primeras comunidades de monjes. Otras, porque los obispos y cardenales vendían bulas a cambio de indulgencias o perdones, abuso que de rebote desembocó en la reforma protestante y en la división de la Iglesia. Más recientemente porque los lugares de peregrinaje de nuestro tiempo (Roma, Lourdes, Fátima, Montserrat...) originan a su alrededor multitud de comercios que se ganan la vida con la riada de visitantes. En los dos primeros casos, la intervención de la Iglesia fue del todo necesaria, pues eran ámbitos que dependían directamente de ella. En el tercer caso, la comercialización quizá tenga un pase porque al fin y al cabo se trata de laicos sobre los que la jurisdicción eclesiástica (por decirlo de algún modo) no tiene tanto qué decir, aunque sí que debe intentar ponerles límites pues el objeto del comercio gira alrededor de lo religioso. Pero volvamos al templo de Jerusalén: el Señor tiene claro por dónde tiene que ir la relación del hombre con Dios y para ayudarnos pone énfasis en aquellos puntos que debemos potenciar, uno de ellos es el de desligar la práctica religiosa de aspectos mundanos que puedan establecer diferencias entre las personas. ¿Valora más Dios el sacrificio de un buey ofrecido por un hombre rico que la paloma que lleva al altar una anciana? Jesús nos enseña que no, que todo depende de la actitud, de la sinceridad con la que se hace. Por eso, contra menos pongamos nuestra confianza en los bienes materiales y más en aquellos que se calibran con el corazón, mejor. Y Dios, que lo ve todo, sonreirá en la oscuridad del templo, de la ermita o de nuestro dormitorio.
Comentario a Lucas 19, 45-48
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