Por qué vamos a misa


Una tarde de finales de otoño en una parroquia de la provincia de Barcelona, en un pueblo de poco más de 8000 habitantes. La misa vespertina del sábado empieza a las 8 y ya hace rato que es de noche. Unos cuantos feligreses entran en la iglesia mientras el párroco se apresura a llegar a la sacristía para prepararlo todo. Los dos únicos hombres que hay en el templo, ambos jóvenes, ayudan al viejo sacerdote. Uno enciende los cirios del altar, el otro pone en el púlpito el libro de las lecturas. Queda poco para empezar y sólo hay una veintena de personas, la mayoría mujeres y todas ellas de más de 50 años. El cura, revestido ya como suele, sale al presbiterio y da inicio la eucaristía. Esto es así sábado tras sábado desde hace bastantes años. Sólo en los funerales y otros actos extraordinarios la iglesia está concurrida por más gente. Tan pocos asistentes puede dar a entender que el ambiente es más bien deprimente, pero no. Están contentos. Se conocen todos, son como una familia que acude allí porque lo necesitan y, aún sabiendo que son una minoría, se sienten reconfortados, humildes y cercanos a Dios. No es que piensen que los demás, los que están fuera y no vienen, son peores que ellos. Ni mucho menos. Muchos son familiares, incluso hijos o maridos, hermanos o hermanas. Mas creen en lo que hacen, quieren arropar al viejo sacerdote, al que conocen sus defectos y virtudes. Pero nada de eso importa porque lo que tienen en común es más fuerte, más grande, más profundo que las pequeñeces que cada uno arrastra consigo. Escuchar los consejos del cura, tantas veces repetidos, arrodillarse en la consagración, darse la paz con un apretón de manos, comulgar y rezar en silencio. Algo que fuera de aquellos muros no pueden encontrar y que no se puede pagar con dinero. Su debilidad, su aparente soledad, no significan nada ante la alegría que da tener al Señor en su interior. Consuelo y fuerza, fidelidad y amor. Por eso vamos a misa.

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