Una fe sin fronteras

La fiesta de los Reyes Magos, de los sabios venidos de Oriente como en realidad los describe el evangelio de Mateo, es una invitación a la globalización de la fe, por usar términos modernos. El nacimiento de Jesús y sus consecuencias no dejaban de ser hasta ese momento un asunto interno judío. El rey Herodes así lo entiende y lo interpreta en clave religiosa pero también política: ¿llegará ese niño a "moverme la silla"? La aparición de esos magos extranjeros, sin embargo, llevaron el fenómeno del Mesías más allá de las fronteras del pequeño pero seguro mundo del Israel  de hace 2000 años. Se daba a entender así que su mensaje no estaba destinado solamente a los circumcisos descendientes de Abraham, sino a cualquier persona de corazón abierto, sin importar su raza, su credo o su lugar de nacimiento. Los magos debían ser, a todas luces (y nunca mejor dicho) paganos, es decir, que no creían en el Dios de la Biblia, pero eran inquietos y se interesaban por desentrañar el sentido profundo de las cosas. La interpretación de los objetos celestiales como anunciantes de grandes hechos era común en la Antigüedad y ésto no pasó por alto a aquellos magos que podrían haber salido de una área tan rica históricamente como es la situada entre los ríos Tigris y Éufrates. Algo iba a pasar. Ellos debían conocer también las profecías del Antiguo Testamento y, ni cortos ni perezosos, se pusieron en marcha. Sus regalos (oro, incienso y mirra) eran símbolos de realeza, de divinidad y de humanidad, de frágil humanidad (la mirra se utilizaba para perfumar los cadáveres), por lo que llevaban implícito un reconocimiento del papel que iba a jugar aquel niño aparentemente tan débil. Jesús, ya desde sus inicios, empieza rompiendo moldes y se nos muestra como un factor de hermanamiento del género humano, pues sortea las rígidas barreras que existían entre los pueblos de la Tierra. Abre vías de comunicación, de empatía, de misericordia. Una globalización del Dios de los Diez mandamientos. Una fe sin fronteras.

Comentario a Mateo 2, 1-12.

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